miércoles, 9 de diciembre de 2015

La dieta cetogénica. Porque es más natural que pensamos!




¿Que entendemos por natural o normal? Aquello que es beneficioso para nuestro organismo o aquello a que estamos acostumbrados?
Acostumbrados, sin duda, estamos a una dieta rica en azucares y carbohidratos. Lo que no escuchamos casi nunca, es, que la glucosa es un combustible “de emergencia”.
Sabemos que los dos principales combustibles metabólicos de nuestras células son la glucosa y los ácidos grasos.


Para entender estos 2 sistemas de producción de energía los ponemos en comparación:

1. La Glucosa: el metabolismo ‘de emergencia’ convertido en habitual
Cuando ingerimos hidratos de carbono, las enzimas digestivas transforman los diferentes azúcares en glucosa.
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Cuando el nivel de glucosa en sangre se eleva, el páncreas segrega cantidades proporcionales de insulina con el fin de distribuirla: una parte se emplea para proporcionar energía inmediata a las células, otra se transforma en glucógeno para rellenar los pequeños depósitos de músculos e hígado y el sobrante se almacena en el tejido adiposo, bien directamente o bien previo paso por el hígado, que producirá triglicéridos (de ahí que el nivel de triglicéridos dependa sobre todo de los hidratos de carbono ingeridos, no de las grasas).
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Cuando hay glucosa suficiente, es el combustible preferido por el organismo. Éste interpreta que se encuentra ante una situación de abundancia excepcional y pone en marcha una serie de procesos destinados a almacenar la energía que “cree” que necesitará más adelante, cuando vengan épocas duras. Los niveles de insulina se elevan, se almacena grasa a partir de la glucosa sobrante y, a la vez, la insulina también impide que dicha grasa se use como energía.(¡!!!)

Nuestros genes han sido labrados en épocas donde estos picos de glucosa eran excepcionales, y sólo ocurrían, como mucho, unas pocas semanas al año. Por ello, el cuerpo “dice”: atención, esta abundancia no volverá a suceder en bastante tiempo, dejemos de usar reservas de grasa que nos serán muy valiosas el resto del año, consumamos esta energía rápida que nos permitirá sobrevivir un día más y aumentemos el panel adiposo para cuando vengan épocas duras.

Los depósitos de grasa de un hombre medio podrían mantenerle con vida durante muchas semanas. Por contra, el total de depósitos de hidratos de carbono del cuerpo se agotaría en poco más de un día o dos.
La insulina es anabólica y promueve la creación de hormonas eicosanoides inflamatorias, pero es un precio bajo a pagar a corto plazo, puesto que en otras épocas su presencia era puntual.

El problema es que la alimentación moderna, tan alejada de una dieta cetogénica, está llena, a diario, de situaciones antes poco frecuentes: una pirámide alimenticia con casi un 70% de carbohidratos llenos de energía, que nos cubren de glucosa todos los días del año y hacen que lo que en otras épocas era excepcional ahora sea habitual.
Y a esa excepcionalidad convertida en habitual aún no se han ‘acostumbrado’ nuestros genes y nuestra fisiología, tallada durante millones de años en la escasez y el alimento poco denso en energía.

Nuestra época, especialista en crear bombas de alimento, densas en calorías y glucosa, nos hace permanecer todo el año en un estado de glucosa e insulina altas, con la inflamación que ello conlleva. Un estado antinatural, si por antinatural entendemos aquello que perjudica a nuestro organismo, por no ser a lo que está acostumbrado.
Podríamos trazar una ruta explicativa de todas las enfermedades crónicas partiendo de los altos niveles crónicos de glucosa e insulina y su relación con la inflamación.

2. Las Grasas: el metabolismo favorable a nuestra fisiología convertido en excepcional

Cuando el nivel de glucosa en sangre desciende, como durante el ayuno o durante una dieta cetogénica, nuestro cuerpo cambia a otro estado metabólico: la insulina también disminuye y se eleva la hormona que la complementa y es su reverso, el glucagón, producida igualmente en el páncreas. También se segregan en mayor cantidad catecolaminas (epinefrina y norepinefrina), cuyo mecanismo de acción es similar al del Glucagón con respecto al metabolismo.
Estas hormonas hacen que se liberen las reservas de glucógeno y, cuando éstas se agotan en parte, ponen en marcha el mecanismo de liberación de grasas.

La insulina representa al estado metabólico de la glucosa. El glucagón representa el de las grasas y ambas hormonas son los extremos de un eje: cuando la insulina es alta, el glucagón es bajo y predomina el metabolismo de la glucosa. Cuando la insulina baja, sube el glucagón y predomina el metabolismo de las grasas.

Siguiendo con el lenguaje simbólico, durante milenios el glucagón fue nuestro mejor representante, presente durante casi todo el año debido a una alimentación muy similar a la dieta cetogénica, haciendo que el organismo viviera durante los períodos de escasez, los más frecuentes, de las reservas de grasa acumuladas en períodos de abundancia, los más escasos, durante los cuales la insulina aumentaba.

En nuestros días, el glucagón ha sido “arrinconado” por la insulina, valiosísima en períodos cortos, nefasta cuando sus niveles están crónicamente elevados.

La relación se ha invertido: la hormona del corto plazo lo es ahora del largo plazo, y viceversa. Cada hormona “representa un estado” para el cual “no está preparada”.
Dicho de manera sencilla, el cuerpo tiene dos sistemas preferentes de uso de energía, que funcionan casi en forma de interruptor. Aunque siempre existe una convivencia de ambos tipos de combustibles, el organismo salta a uno u otro dependiendo de las condiciones externas de acceso a nutrientes.

El ejemplo más extremo de metabolismo “basado en la glucosa” lo constituye la dieta de la civilización occidental. El más extremo de metabolismo “basado en la grasa” lo constituye la dieta cetogénica.

Cuando la cantidad de glucosa sobrepasa determinado nivel, la cetosis no es posible debido a que la insulina corta la posibilidad de acceder a las grasas como combustible. En ese estado, casi todo el cuerpo utiliza la glucosa como principal fuente de energía, a excepción del corazón, que usa con preferencia ácidos grasos.
Durante el tiempo de adaptación a la dieta cetogénica, el hígado produce también cuerpos cetónicos a partir de los ácidos grasos. Al final del período de adaptación a la dieta cetogénica, casi todo el cuerpo funciona con ácidos grasos, mientras que el cerebro cubre entre un 60 y un 75% de sus demandas de energía con cuerpos cetónicos, y el restante 25 a 40% continúa necesitando de la glucosa.


¿En qué consiste la dieta cetogénica?

La dieta cetogénica consiste en limitar el consumo de carbohidratos hasta niveles muy bajos y aumentar el de las grasas, manteniendo niveles adecuados de proteínas.

Los alimentos de alto índice glucémico y alto contenido en carbohidratos (pan, pastas, arroz, patatas, azúcar, todo tipo de galletas y productos refinados, incluso legumbres) se sustituyen por verduras, setas y alguna fruta.
Se persigue con ello que el cuerpo deje de emplear la glucosa como principal fuente de energía y metabolice la grasa. La glucosa procede de los hidratos de carbono consumidos y de una parte de las proteínas consumidas en exceso. Los cuerpos cetónicos proceden de las grasas.
La dieta cetogénica imita los efectos bioquímicos del ayuno pero sin necesidad de pasar hambre.

A fin de cuentas, la dieta cetogénica se basa en conceptos que contradicen de raíz la actual pirámide “ideal” de los alimentos y contradice el paradigma nutricional oficial, pero parece ser útil contra diferentes enfermedades crónicas.
Todas las enfermedades crónicas están de alguna manera relacionadas. Lo que actúa contra una lo hace contra todas. Tanto como decir que existe una manera ideal de tratar la mayoría de enfermedades crónicas al situarnos en una especie de “zona bioquímica de salud”, donde los procesos principales que rigen la enfermedad (consumo de energía, hormonas, inflamación, sistema inmune) están equilibrados.


Fuente:

http://cancerintegral.com/dieta-cetogenica-contra-el-cancer-prejuicios


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